La cabaña en el bosque, de Drew Goddard
Al contrario de lo que pueda parecer, el film que nos ocupa no es una película de terror al uso. La historia presenta a cinco arquetípicos universitarios (el deportista guaperas, la rubia casquivana, el bufón, la soltera pudorosa y el listo atractivo) que se disponen a pasar un fin de semana en una cabaña perdida en un lugar donde puede ocurrir prácticamente cualquier cosa. Esta premisa sirve como punto de partida a lo que es en sí toda la película, una declaración de amor hacia el cine de terror.
El
cortejo comienza con el despliegue de una serie de tópicos (destaca
el personaje que les avisa de que la gasolina no les alcanzará para
volver del bosque) y un amplio registro de códigos del género que
manifiestan los motivos por los que el espectador se rinde a este
tipo de cine. La película calienta motores y embauca al espectador a
través del humor negro y la autocrítica, ya que ni es una comedia
ni deconstruye las bases fundamentales que sustentan la historia. A
continuación, despliega y analiza sin demasiada profusión un
abanico de lugares comunes, que es imposible mencionar sin revelar
algo de esta caja de sorpresas, que nos atrae más a medida que
descubrimos cómo avanza la trama. Además, nos engaña sobrepasando
las expectativas que había creado para disimular su carácter de
Show de Truman correctamente
equilibrado entre suspense y diversión. Así pues, cuando uno
es consciente de esta seducción y se pregunta qué está viendo
realmente repara en la razón que justifica el por qué la película
va mucho más allá del canon habitual: ha dado la vuelta a todas
convenciones clásicas de una forma ingeniosa y llena de guiños. La
conquista termina cuando el film se convierte en
un delirante y agradecido homenaje a los subgéneros de terror que
parece irse de madre al final del metraje. De esta forma, su
originalidad como producto le permite enamorar a todo tipo de
públicos, ya que en realidad la cinta se articula, sin solemnidad
pero con conciencia plena de ello, como un relato metanarrativo
construido a través de múltiples sustratos que muestran cómo se
construyen y funcionan las películas de terror. Por eso desde un
principio, Goddard
y Whedon se ponen del lado del espectador para hacerle partícipe de
este ejercicio a caballo, por
matizar un poco más,
entre el slasher
y
el teen
horror.
La
incógnita reside en reflexionar el por qué se realiza este
sobrecargado experimento. Quién es ese cliente, cuyos gustos son
cada vez
más exigentes, al que
tienen que complacer dos peculiares demiurgos interpretados por
Richard
Jenkins y Bradley Whitford. Más
allá de que la propuesta logre o no fascinarnos, cabría preguntarse
qué debe contener una película para apasionarnos como receptores
finales de todo el artificio.
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